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Notas de prensa

Sobre los datos, las violencias machistas y las personas jóvenes

10/11/2021

¿Cómo viven las violencias machistas las personas jóvenes? ¿Cómo la interpretan, cómo la perciben? ¿Cuánta violencia machista reciben y qué hacen con ello? ¿Cómo la reproducen?

Las violencias machistas son producto del orden patriarcal que atraviesa la sociedad. No son hechos puntuales ni afectan sólo a algunas personas. Si consideramos “datos sobre violencias machistas” la información cuantitativa que nos permite ver con más claridad las desigualdades estructurales y las distintas formas de violencia contra mujeres y niñas, necesitamos abarcar cuestiones que van más allá de algunos hechos puntuales e individuales. Si la violencia es estructural, ¿cómo detectar qué elementos contextuales e institucionales están contribuyendo a mantenerla y reproducirla?

Y es que la construcción de indicadores es una actividad técnicamente compleja, más cuando se trata de fenómenos multidimensionales, sensibles y fuertemente naturalizados. Además, cuando se trata de datos sobre personas jóvenes y adolescentes, nos encontramos con una tradición estadística que pone el foco en el “riesgo” y la “conducta”. La vida adolescente ha sido vista básicamente como una etapa que conduce a la edad adulta, sin presencialidad, sin identidad propia. Desde la mirada adulta se ha tendido a juzgar los hábitos de las personas jóvenes como problemáticos: mala alimentación, uso de alcohol, tabaco y drogas, “precocidad” sexual o sexo sin protección y, más recientemente, dificultad para gestionar su relación con las redes sociales y la tecnología. Esta mirada ha hecho que perduren los estudios basados en estos indicadores de “riesgo”, sin un análisis contextual y estructural que ponga en evidencia las desigualdades que viven o que pueden llegar a vivir en el futuro, así como las responsabilidades del entorno y de las instituciones en las violencias que sufren niñas y adolescentes.

Aunque no contamos con datos sistemáticos y específicos sobre violencias machistas en la etapa adolescente, podemos encontrar algunos indicadores en encuestas generalistas, junto a otras cuestiones como hábitos de salud, relaciones interpersonales, consumo de tóxicos, conductas sexuales y comportamiento vial. Como decíamos, cuestiones determinadas desde la mirada del riesgo. Respecto a las violencias machistas, encontramos las mismas dificultades que cuando hablamos de datos sobre personas adultas: Faltan modelos más amplios que aborden la construcción de las desigualdades, cómo cambian en el tiempo y por qué, que aborden la revictimización (las violencias que reciben las víctimas al interponer denuncias, acceder a servicios públicos y de atención), que evalúen las respuestas políticas que se están dando en un sentido amplio, desde la atención directa a las víctimas a la prevención y el trabajo por garantizar el derecho de las mujeres y niñas a vivir sin violencia.

El trabajo para la erradicación de las violencias machistas que afectan a las personas jóvenes es una cuestión que se debe priorizar en la agenda política. En ello, el papel de los centros educativos es fundamental. Algunas encuestas señalan que cuando las adolescentes sufren violencia, acuden en mayor medida a sus amigas. Muy pocas acuden al profesorado y personal de los centros, pese a pasar gran parte de su cotidianidad junto a ellos. Según la Enquesta de Convivència Escolar i Seguretat de Catalunya (ECESC 2016-17, Departament d’Interior), sólo el 5,6% de las chicas que sufrieron algún tipo de violencia machista se lo explicaron a un profesor o profesora, mientras que en el caso de los chicos la cifra asciende a 10,8%. Esta situación no es excepcional, ya que la Macroencuesta de violencia contra la mujer (Delegación del Gobierno, 2019) reflejó que sólo el 7,3% de las mujeres de 16 a 24 años acudió a alguna persona de su centro educativo en busca de apoyo.

En muchos casos, demasiados, las adolescentes se sienten cuestionadas respecto a su sexualidad. En un reciente grupo focal realizado por SIDA STUDI con chicas estudiantes de 4º de la ESO, de la ciudad de Barcelona, muchas de ellas señalaban que reciben comentarios por parte de las personas adultas de su entorno sobre su forma de vestir y sobre el uso que hacen de redes sociales, pero poca empatía hacia sus vivencias, necesidades y relatos.

Necesitamos indicadores con perspectiva feminista, de lo contrario, corremos el riesgo de reproducir estereotipos machistas sobre las personas jóvenes. Los datos se deben contextualizar e interpretar: nunca hablan por sí solos, ya que pueden incluso mostrar lo contrario a la realidad. Tal es el caso de algunos datos sobre la violencia sufrida en el ámbito de la pareja por parte de adolescentes. Cuando se pregunta a las personas que violentan, vemos datos que señalan que las chicas ejercen la misma o más violencia que los chicos, es decir, ellas declaran en mayor medida haber ejercido algunos tipos de violencia sobre sus parejas. Declarar en una encuesta haber sufrido o haber ejercido violencia machista supone saber identificarla, asumirla y aceptar exponerse. La naturalización del amor romántico, de la masculinidad fuerte y protectora, entre otros valores, y la feminidad dócil y sumisa tienden a invisibilizar en muchos casos la violencia ejercida por parte de los chicos hacia las chicas, mientras que las feminidades que rompen con el estereotipo asignado son más penalizadas socialmente y generan más sentimientos de culpabilidad en ellas. Por otro lado, si se mide la prevalencia a través de las denuncias policiales, se estará midiendo un porcentaje muy bajo de los casos de violencia existentes (según la Macroencuesta de violencia contra la mujer, de 2019, sólo el 5,4% de las mujeres entrevistadas que declararon haber sufrido violencia por parte de sus parejas interpusieron denuncia).

Pese a las dificultades que presenta la recogida de datos sobre las violencias machistas en personas jóvenes, contamos con algunos números que no debemos obviar. La Encuesta de violencia de género contra las mujeres en Europa, realizada en 2012 por la Agencia Europea de los Derechos Fundamentales, reflejaba que el 35% de las mujeres europeas declaraban haber sufrido violencia física, sexual o psicológica antes de los 15 años. Esta cifra era de un 30% en el caso de las mujeres entrevistadas en el estado español. La Macroencuesta realizada en España (Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, 2019) refleja que el 71,2% de las mujeres jóvenes (en la encuesta, de los 16 a los 24 años) han vivido situaciones de violencia machista. En lo que respecta a la discriminación por razón de género, las adolescentes de 4º de la ESO de la ciudad de Barcelona declararon sufrirla en un 12,1% en la encuesta FRESC (Agencia de Salut Pública de Barcelona, 2016) porcentaje que asciende a un 20,8% en segundo de bachillerato. Según la Enquesta d’hàbits de salut a alumnes de 4t d’ESO de la demarcació de Barcelona (Diputació de Barcelona, 2018), el 36,5% de las adolescentes declaran haber sufrido maltratamiento psicológico y un 18,5%, acoso sexual.

Pero necesitamos sobre todo datos que visibilicen el alcance de las políticas que se desarrollan, los recursos y las responsabilidades institucionales. Los datos de prevalencia de la violencia machista deben ser contextualizados e interpretados con perspectiva feminista, con el fin de idear estrategias de prevención y reparación.

La educación sexual es una importante estrategia de prevención de estas violencias desde los primeros años de escolarización. Debido a la socialización de género, las personas vivimos nuestras sexualidades de manera profundamente desigual, y esta desigualdad en la educación sexual recibida contribuye a que el sexo y el género sean motivos de discriminación que, como hemos visto, se apuntalan durante los primeros años y se hacen evidentes en el segundo ciclo de la educación obligatoria.  La jerarquía entre las identidades sexuales y entre los cuerpos contribuye a la existencia de las violencias machistas. Las desigualdades se traducen, por ejemplo, en la relación con el propio cuerpo, con el placer, con la presión para mantener relaciones sexuales, con la predisposición para utilizar métodos barrera, etc. y es por ello por lo que debemos apostar por una educación sexual que contrarreste estas desigualdades desde la infancia. Una educación sexual, también, que involucre a toda la comunidad educativa, es decir, que amplíe la mirada adulta sobre las vivencias de las personas jóvenes y nos enseñe a acompañar, acoger y transformar.

En definitiva, urge impulsar una educación sexual feminista para subvertir las dinámicas de poder existentes y proporcionar a adolescentes y jóvenes estrategias para caminar hacia la justicia erótica.

 

Este artículo ha sido elaborado por Evalúa+, programa de evaluación feminista de SIDA STUDI.

Todos los datos sobre violencias machistas y jóvenes aquí.

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